He oido contar la historia de un antiguo y majestuoso árbol


He oido contar la historia de un antiguo y majestuoso árbol, cuyas ramas se extendían hacia el cielo.
Cuando llegaba la estación de las flores, mariposas de todas las formas, tamaños y colores bailaban a su alrededor.
Las aves de países lejanos venían y cantaban cuando sus flores maduraban y fructificaban. Las ramas como manos extendidas bendecían a todos los que acudían a sentarse bajo su sombra.
Un niñito solía venir a jugar junto a él y el gran árbol se encariñó con el pequeño. El amor entre lo grande y lo pequeño es posible si el grande no es consciente de su grandeza. El árbol no sabía que era grande, solo el hombre tiene ese tipo de ideas. La prioridad de lo grande siempre es el ego, pero para el amor no hay grande o pequeño. El amor abraza a quien quiera que se le acerque.
Así el árbol comenzó a amar a ese pequeño, que solía venir a jugar cerca de él. Las ramas eran altas pero las inclinaba hacia el niño, de modo que pudiera coger sus flores y frutos. El amor siempre cede, el ego nunca está dispuesto a inclinarse.
Si te acercas al ego, sus ramas se estirarán aún más arriba. Se pondrá rígido para que no puedas alcanzarlo.
El niño juguetón se acercaba a él y el árbol inclinaba sus ramas. El árbol se alegraba mucho cuando el niño cogía algunas flores. Todo su ser se llenaba con la alegría del amor. El amor siempre está feliz cuando puede dar algo. El ego siempre está contento cuando puede tener algo.
El niño creció, a veces dormía en el regazo del árbol, comía sus frutos y en ocasiones, lucía una corona con sus flores y actuaba como un rey de la jungla.
Uno se vuelve como un rey dondequiera que haya flores y amor. Y uno se vuelve pobre, lleno de sufrimiento, siempre que las espinas del ego están presentes.
Ver al niño danzando con una corona de flores llenaba al árbol de emoción, de alegría. Asentía con amor, cantaba con la brisa.
El niño creció aún más, comenzó a trepar por el árbol para balancearse en sus ramas. El árbol se sentía muy contento cuando el niño descansaba en sus ramas. El amor se siente feliz dándole comodidad a alguien. El ego se siente feliz incomodando a todo el mundo.
Con el paso del tiempo, el niño recibió el peso de nuevas tareas. También surgió la ambición, tuvo que pasar exámenes. Tenía amigos, con los cuáles solía conversar y curiosear, por tanto, no acudía con frecuencia, pero el árbol le esperaba ansiosamente. Desde su alma le llamaba: «Ven, ven te estoy esperando».
El amor espera día y noche y el árbol esperaba, se sentía triste cuando el niño no acudía. El amor se siente triste cuando no puede compartir. El amor se siente triste cuando no puede dar. El amor se siente agradecido cuando puede compartir. El amor está contentísimo cuando puede entregarse totalmente.
A medida que crecía el niño visitaba cada vez menos al árbol. El hombre que se vuelve mayor, cuyas ambiciones crecen encuentra menos y menos tiempo para el amor. El muchacho se hallaba ahora absorto en los asuntos mundanos.
Un día que pasaba por allí el árbol le dijo:
—Te espero siempre, pero no vienes. Te espero todos los días.
El muchacho le contestó:
—¿Qué quieres? ¿Por qué debo venir? ¿Tienes dinero? Ando en busca de dinero.
El ego actúa siempre con razones. El ego acudirá solo si con ello se cumple algún propósito, pero el amor es inmotivado. El amor es su propia recompensa.
El árbol sorprendido dijo:
—Vendrás únicamente si te doy algo. Aquello que posee, no es amor. El ego acumula, pero el amor da en forma incondicional. No sufrimos esa enfermedad y por eso estamos alegres, dijo el árbol. Los capullos florecen en nosotros, muchos frutos crecen en nosotros. Damos una sombra tranquilizadora, sedante. Danzamos con la brisa y cantamos canciones. Las aves inocentes saltan y trinan en nuestras ramas, aunque estemos sin dinero. El día en el que nos involucremos con el dinero, tendremos que ir a los templos, como hacen tus débiles hombres para aprender a obtener la paz y para aprender a encontrar el amor. No, no tenemos ninguna necesidad de dinero.
El muchacho dijo:
—Entonces, ¿para qué tengo que visitarte? Iré donde haya dinero. Necesito dinero. El ego pide dinero porque necesita poder.
El árbol pensó unos instantes y dijo:
—No vayas a ningún otro lado, recoge mis frutos y véndelos. Obtendrás dinero con ello.
El niño se entusiasmó e inmediatamente trepó y cogió todas las frutas, incluso las que no estaban maduras.
El árbol se sintió contento, aun cuando algunas ramas y brotes resultaron quebrados, aun cuando cayeron algunas hojas al suelo. Incluso el recibir heridas hace feliz al amor, pero aunque obtenga algo, el ego no está contento. El ego siempre desea más.
El árbol no se dio cuenta de que el muchacho ni siquiera se volvió una sola vez a darle las gracias. El que hubiera aceptado su oferta de recoger y vender sus frutos era suficiente de agradecimiento para él.
Durante mucho tiempo el muchacho no regresó. Ahora tenía dinero y estaba ocupado ganando más dinero con ese dinero. Había olvidado totalmente al árbol.
Pasaron los años, el árbol estaba triste anhelaba el regreso del muchacho como una madre, cuyos pechos se hayan llenos de leche, pero cuyo hijo se ha perdido. Todo su ser está anhelando al niño. Busca enloquecidamente al niño para que la alivie. Tal era el grito interno de ese árbol, todo su ser estaba en agonía.
Después de muchos años el muchacho, que ahora era un hombre fue a ver al árbol. El árbol le dijo:
—¡Ven, mi niño! ¡Ven, abrázame!
El muchacho le contestó:
—Deja el sentimentalismo, eso era cosa de la niñez. Ya no soy un niño
El ego toma al amor por locura, por una fantasía infantil.
Pero el árbol le invitó:
—Ven, balancéate sobre mis ramas. Juega conmigo.
El hombre respondió:
—Deja la charla inútil. Deseo construirme una casa, ¿puedes darme una casa?
El árbol exclamó:
—¿Una casa? Yo vivo sin una casa. Solo los hombres viven en casas, nadie más vive en casas.
Solamente el hombre. ¿Te das cuenta del estado en que se encuentra debido al confinamiento entre cuatro paredes? Cuanto más grandes son los edificios que construye, más pequeño se vuelve el hombre.
No vivimos en casas pero puedes cortar y llevarte mis ramas y con ellas podrás construirte una casa.
Sin perder tiempo, el hombre trajo un hacha y cortó todas las ramas del árbol. El árbol era ahora un mero tronco desnudo, pero al árbol no le importaban estas cosas. Aunque sus miembros fueran amputados para aquellos a los que amaba. El amor es dar, siempre está dispuesto a dar.
El hombre no se molestó en dar su agradecimiento al árbol. Construyó su casa. Los días se convirtieron en años. El tronco esperó y esperó. Deseaba gritar pero ni siquiera tenía ramas u hojas, que le dieran fuerza. El viento soplaba, pero no podía entregar al viento ningún mensaje, pero, aun así, en su alma solo había una oración: «Ven, ven querido, ven». Pero nada ocurría.
El tiempo pasó y el hombre era ahora un anciano. Una vez pasó por allí y se detuvo junto al árbol.
El árbol le preguntó:
—¿Qué más puedo hacer por ti? Has venido después de mucho, mucho tiempo.
El hombre le dijo:
—¿Qué más puedes hacer? Quiero viajar a países distantes para ganar dinero. Necesito un bote para poder viajar.
Con alegría el árbol dijo:
—Pero, eso no es un problema, querido. Corta mi tronco y haz un bote con él. Estaré muy contento de que viajes a países lejanos a ganar dinero, pero, por favor, recuerda que siempre estaré esperando tu regreso.
El hombre trajo una sierra, cortó el árbol, fabricó un bote y se fue.
Ahora el árbol es una pequeña cepa y sigue esperando a que su amado regrese. Espera, espera y espera.
El hombre nunca regresará. El ego solo va allí donde puede obtener algo y ahora el árbol no tiene nada, absolutamente nada que ofrecer. El ego no acude allí donde no puede lograr algún beneficio. El ego es un eterno mendigo, siempre exigiendo o pidiendo algo.
El amor es bondad, el amor es un rey, un emperador. ¿Existe acaso algo más grande que el amor?
Una noche yo me encontraba descansando cerca de esa cepa. La cepa susurró:
—Ese amigo mío aún no ha regresado. Estoy muy preocupado, puede que se haya ahogado, que se haya perdido. Pudo haberse extraviado en uno de esos países lejanos. Puede que haya muerto. ¡Cuánto deseo tener noticias suyas!
A medida que me acerco al fin de mi vida me sentiría satisfecho, al menos con su bienestar. Entonces podría morir contento, pero él no vendría aunque le llamase porque ya no me queda nada que dar y él solo entiende el lenguaje del obtener, del recibir.
El ego solo comprende el lenguaje del obtener, el amor es el lenguaje del dar.
Comienza a dar, visita al árbol que tanto te cobijó y a todas esas personas que alguna vez te ayudaron.